lunes, 14 de mayo de 2012

Cuando te disparan, sangras.


Ha sido así desde mi infancia. Cuando no
entiendo algo, recojo, una tras otra, las pa­labras esparcidas a mis pies y las conformo en frases. Si no funciona, vuelvo a mezclar las palabras y las ordeno otra vez dándoles una forma distinta. Tras repetir varias veces el mismo proceso, al fin soy capaz de pensar como el resto de los mortales. Escribir jamás me ha parecido duro o pesado. Igual que otros niños recogían hermosas piedras o bellotas,yo escribía con entusiasmo. Tomaba papel y lápiz y, con la misma naturalidad con la que respiraba, escribía una frase tras otra. Y pensaba.
Quizá me digas que seguir todo este proceso cada vez que tienes que pensar algo es una pérdida de tiempo, y que es muy lento llegar a una conclusión. O quizá no lo digas.Pero sí, de hecho, se tarda tiempo. Cuando entré en primaria, la gente se preguntaba,incluso, si yo no sería «retrasada mental».Era incapaz de seguir el ritmo de los demás niños de la clase.
La conciencia de inadaptación que me provocaba ese desfase había decrecido considerablemente al acabar primaria. Había aprendido, hasta cierto punto, cómo adaptarme al mundo circundante. Pero aquel desfase
permaneció en mi interior hasta después de cortar mis relaciones con la sociedad. Como una serpiente sin voz entre la maleza.Y aquí tenéis mi tesis provisional.
Habitualmente, tomo conciencia de mi identidad en forma de palabras.
¿Sí?
¡Pues sí!
Por esta razón llevo escrita hasta ahora una enorme cantidad de textos. De manera cotidiana –casi diaria–. Como si fuese cortando, yo sola, con diligencia, la hierba de una extensa pradera que creciera sin
descanso a enorme velocidad. Hoy aquí, mañana allá... Tras dar una vuelta completa, cuando
regreso al punto de partida, la hierba vuelve a estar tan alta como al principio.
Sin embargo, después de conocer a Myû,
casi dejé de escribir. ¿Por qué? 
(...)
Quizás yo, en definitiva, dejé de pensar –por supuesto, lo que yo entiendo por pensar–. Me pegué a Myû como una cuchara sobre otra y, junto a ella, me dejé arrastrar a donde fuera (a cualquier parte), pensando:
«¡Bueno, ya me está bien!».
(...)
Por más que crezca la hierba, a mí (¡bah!) ¿qué más me da? Tumbada en el prado,con los ojos fijos en el cielo, veo cómo pasan las nubes blancas. A ellas confío mi suerte. Me abandono en secreto al olor de la
hierba lozana, al susurro del viento. Ha dejado de importarme, incluso, la diferencia entre lo que sé y lo que no sé.
No, no es cierto. Eso no me ha importado desde el principio. Tengo que hablar con más exactitud. Exactitud. Exactitud.
Pensándolo bien, mi regla básica al escribir ha sido siempre ésta: plasmar por escrito lo que (creo que) conozco como si «no lo conociera». Pensar: «¡Ah, esto ya lo sé! ¡No vale la pena escribir sobre ello!», es el
fin. Quizá no vaya a ninguna parte. Pondré un ejemplo concreto: si pienso (o si piensas)confiadamente de alguien que te rodea: «¡Ah! Lo conozco muy bien. No hace falta que pierda el tiempo pensando en él. No hay problema»,tal vez salgas trasquilado. Detrás de lo que creemos conocer de sobra se esconde unacantidad equivalente de desconocimiento.
La comprensión no es más que un conjunto de equívocos.
Ésta (y que quede entre nosotros) es mi simple manera de conocer el mundo.
En nuestro mundo, «lo que sabemos» y «lo que no sabemos» coexisten en una nebulosa,fatalmente unidos, como hermanos siameses.Caos, caos.
¿Quién diablos puede distinguir el mar de lo que en él se refleja? ¿Puedes tú distinguir entre la lluvia que cae y la soledad? Así pues, renuncio con gallardía a separar el conocimiento del desconocimiento.Éste es mi punto de partida. Un terrible punto de partida, tal vez. Pero las personas
necesitan partir de algún punto. ¿No es así? En consecuencia, tema y estilo, sujeto y objeto, causa y consecuencia, yo y las articulaciones de mis manos, todo se toma como una unidad indivisible. Todo el polvo esparcido por el suelo de la cocina es una única cosa, una mezcla de sal y pimienta y
harina y fécula de patata.
(...)
Ya he afirmado antes que dentro de nosotros coexisten inevitablemente «lo que (creo que) sé» y «lo que no sé». A la mayoría de la gente le conviene vivir levantando un biombo que las separe. Porque es más cómodo,más práctico. Pero yo, simplemente, he quitado el biombo. Porque no he podido evitarlo. Porque odio los biombos. Porque yo soy así.
Si se me permite usar otra vez el ejemplo de los hermanos siameses, éstos no tienen por qué llevarse siempre bien. No tienen por qué esforzarse siempre en comprenderse el uno al otro. Lo más frecuente es, más bien, lo con­trario. La mano derecha no sabe lo que hace la izquierda y la izquierda no sabe lo que
hace la derecha. Entonces nos sentimos con­ fusos, nos perdemos_ y chocamos contra algo.
¡Badabum!
Con esto quiero decir que una persona,para lograr que «lo que (cree que) sabe» y «lo que no sabe» coexistan en paz, necesita una hábil estrategia. Esta estrategia –¡sí,lo has adivinado!– consiste en pensar. En
otras palabras, en mantenerse firmemente sujeto a algo. De otro modo, no lo dudes, em­prenderás un estúpido e irremediable «rumbo al desastre».
Una pregunta.¿Qué debe hacer, entonces, una persona para evitar el choque (¡badabum!) si no pien­
sa en serio (tumbada en el prado, contem­plando plácidamente las blancas nubes del cielo, escuchando el rumor de la hierba al crecer)? ¿Es difícil? No, ¡qué va! Expresado con pura lógica es sencillo. C'est simple. Lo que se debe hacer es soñar. Soñar y soñar.Entrar en el mundo de los sueños y no salir de él. Vivir allí eternamente.En los sueños no es preciso hacer distin­ciones. No lo es en absoluto. En primer lu­gar, en los sueños no existen fronteras. Y,por lo tanto, apenas hay colisiones. Y,aunque las hubiera, no dolería. La realidad es distinta. La realidad muerde. La realidad.
La realidad.
Hace tiempo, cuando se estrenó Grupo sal­vaje, de Sam Peckinpah, en la rueda de prensa una periodista alzó la mano y preguntó en tono inquisitivo: «¿Qué necesidad creen que hay de mostrar tanta sangre?». Ernest Borgnine, uno de los actores, respondió con aire perplejo: «Pero, señora, es que, cuando
te disparan, sangras». La película se filmó en plena época de la guerra del Vietnam.
Me gusta esta frase. Posiblemente sea uno de los principios básicos de la realidad.Aceptar las cosas difíciles de desentrañar como cosas difíciles de desentrañar, aceptar el hecho de sangrar. Disparar y sangrar.
Es que, cuando te disparan, sangras.
Era justamente por eso por lo que yo escribía. Pienso, en el sentido habitual del término. Y en el territorio anónimo que se encuentra en la prolongación del pensamiento concibo un sueño: un feto ciego llamado
comprensión flota en un líquido amniótico opresivo y vacío llamado incomprensión. Tal vez sea ésta la causa de que mis novelas se alarguen sin medida, de que se me escapen de las manos. Yo aún no puedo mantener una línea de suministro de esta envergadura. Ni técnica, ni moralmente.
(...)
Con todo, no puedo olvidar mis viejas y oscuras dudas de siempre. ¿Debo consagrar mis energías y mi tiempo a un propósito tan in­útil? ¿Debo ir acarreando, uno tras otro, pe­sados cubos de agua a un lugar embarrado tras una larga lluvia? ¿No debería dejarme de es­fuerzos inútiles y abandonarme, simplemente,
a la corriente?¿Colisión? ¿Y esto qué es?Digámoslo con otras palabras.¿Pero con qué otras palabras podría explicarlo?
(...)

Murakami, Haruki;"Sputnik, mi amor"

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